El Señor, por tanto, es nuestra luz, él es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista, cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El hombre interior, así iluminado, no vacila, sigue recto su camino, todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose así mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.
El que vivía en tiniebla y sombra de muerte, en las tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento.
Por esto, debemos exclamar, plenamente convencidos, so sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quien temeré? Vengan las tinieblas del engaño: El Señor es mi luz. Podrán venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: El Señor es mi luz. Él es. por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis.
Juan Mediocre de Nápoles
Sermon 7
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